MUY INTERESANTE PARA LOS AUDITORES:
LA SIESTA DE LOS PERROS GUARDIANES
No hay mayor respaldo que una inversión de Warren Buffett, el segundo hombre más rico del mundo gracias a su buen ojo adquiriendo empresas seguras y fiables y conservando su propiedad. Por ello, cuando aumentó su participación en Tesco hasta el 5% en 2012, lanzó un potente mensaje de confianza en la recuperación del gigante de los supermercados británicos después de su desastroso fracaso en EEUU. Pero incluso el oráculo de Omaha puede ser víctima de prácticas contables dudosas. El 22 de septiembre, Tesco anunció que su previsión de beneficios para el primer semestre de 2014 estaba inflada en 250 millones de libras esterlinas (333 millones de euros), porque había sobrevalorado los ingresos de los proveedores. La Oficina de Grandes Fraudes de Gran Bretaña (SFO, en sus siglas inglesas) ha iniciado una investigación criminal sobre los fallos. La suerte de la empresa ha vuelto a empeorar: el 9 de diciembre recortó su previsión de beneficios en un 30%, en parte porque, según afirmó su nuevo jefe, iba a dejar de hinchar los resultados “artificialmente” reduciendo el servicio de la deuda a finales de trimestre. Buffett, cuya compañía ha perdido 750 millones de dólares en Tesco, lo califica ahora de “gran error”.
Tan pronto como se publicó la noticia, los focos se
dirigieron hacia PricewaterhouseCoopers (PwC), una
de Las Cuatro Grandes auditoras globales, junto
con Deloitte, Ernst & Young (EY)
yKPMG. Tesco le
había pagado 10,4 millones de libras para que certificara sus estados
financieros de 2013, y PwC −aunque habló de pasada de un examen más detallado
de los ingresos− firmó las cuentas.
El fallo de la firma auditora al no detectar el
problema no es un caso aislado. Si los escándalos contables ya no inundan los
titulares como cuando se hundieron Enron y WorldCom en 2001-2002 no es
porque hayan desaparecido, sino porque se han convertido en rutina. El 4 de
diciembre, un tribunal español informó de que Bankia había falseado sus cuentas
en su salida a bolsa en 2011, diez meses antes de ser nacionalizada. En 2012,
Hewlett-Packard descontó un 80% de los 10.300 millones de dólares gastados en
la compra de la empresa de software Autonomy, después de acusar a la firma de
contabilizar lo que sólo eran suscripciones previstas como ventas reales
(Autonomy se declara inocente). El año anterior Olympus, el fabricante japonés de
material óptico,reconoció haber ocultado miles de millones de
dólares en pérdidas. En todos estos casos, Las Cuatro Grandes habían
dado su bendición a los estados financieros.
Y aunque se hayan librado, en gran medida, de la culpa
de la crisis financiera de 2008, las auditoras la pifiaron, al menos, por no
dar la alarma. La Corporación Federal de Seguros de Depósitos de EEUU ha
demandado a PwC por 1.000 millones de dólares por no detectar el fraude en el
Colonial Bank, quebrado en 2009. La firma niega toda irregularidad y sostiene
que el banco la engañó. El pasado junio, dos auditores de KPMG fueron
suspendidos por no inspeccionar las reservas para préstamos incobrables en
TierOne, otra entidad en bancarrota. Sólo ocho meses antes del derrumbe de Lehman Brothers, EY seguía mudo en lo
referente a las transacciones de recompra que encubrieron el apalancamiento del
banco.
La situación es aún más grave en los mercados
emergentes. En 2009 Satyam, una compañía de tecnología india, admitió haber
falseado sus cuentas en más de mil millones de dólares. Las bolsas
norteamericanas han expulsado de cotización a más de cien empresas chinas en
los últimos años por problemas contables. En 2010, Jon Carnes, un especulador a
la baja [u operador que vendía en corto, en descubierto], envió un cámara a una
fábrica de biodiesel que según la compañía China Integrated Energy (cliente de
KPMG) estaba produciendo a toda pastilla y descubrió que llevaba meses inactiva. El año siguiente, la firma
de análisis Muddy Waters averiguó que gran parte de la madera que Sino-Forest
(auditada por EY) decía poseer no existía. Ambas empresas se dejaron más del
95% de su valor.
Por supuesto, ningún cuerpo policial puede evitar
todos los delitos. Pero la frecuencia de estos escándalos pone en cuestión
si Las Cuatro Grandes lo están haciendo lo mejor que
saben, y si así fuera, si merecen los 50.000 millones de dólares anuales que
facturan por trabajos de auditoría. En el imaginario popular, los auditores
están ahí para detectar el fraude. Pero, dada la autorregulación de la que ha
disfrutado el sector y pese a ser una especie de concesión con garantía
administrativa, la profesión se ha fijado un nivel tan bajo de
exigencia (formalmente, los auditores sólo emiten opiniones
sobre si las cuentas cumplen con la legislación contable) que es casi imposible
que hagan mal sus “encargos”, como ellos los definen. En los últimos años, esta
enorme brecha de expectativas ha generalizado un modelo en el que los
inversores no se interesan por las empresas auditoras y se esfuerzan poco por
conocer sus trabajos, pero valoran los títulos como si las cuentas auditadas
fueran la Biblia; y luego estallan de
ira cuando las inevitables revisiones a la baja les dejan en la ruina.
Es mucho lo que está en juego. Si los inversores dejan
de confiar en los estados financieros de las empresas, cobrarán un mayor coste
de capital a todas las compañías, mientan o no en sus cuentas, lo que reduciría
los fondos disponibles para inversión y frenaría el crecimiento. Sólo una
reforma sustancial del perverso modelo de negocio de las auditoras puede poner
fin a esta espiral de decepción.
Hijas del ferrocarril
Las auditoras desempeñan un papel central en el
capitalismo moderno. Desde la invención de la sociedad anónima, los accionistas
han sufrido el desfase entre los intereses de
los propietarios y los de sus administradores. Puesto que los directivos
conocen las operaciones de la compañía mejor que los inversores, los primeros
tienen todos los incentivos imaginables para llenarse los bolsillos y ocultar
la verdadera situación de la empresa. A su vez, los mercados rechazan los
activos de aquellas en cuyos directivos no confían. Las auditoras surgieron
para solucionar esta asimetría de información.
Las primeras sociedades anónimas, como la Compañía
Holandesa de las Indias Orientales, encomendaban a un puñado de sus inversores
la tarea de asegurarse de que las cuentas cuadraban, aunque estos primitivos
auditores, en general, carecían de la experiencia y el tiempo necesarios para
ejercer un control efectivo sobre la gestión. A mediados del siglo XIX, los
prestamistas británicos que habían financiado a las empresas ferroviarias
americanas, sedientas de capital, destacaron allí a sus peritos contables —los
primeros auditores de cuentas— para investigar todos los aspectos de las
compañías. Estas raíces anglófonas han demostrado ser sólidas: 150 años más
tarde, Las Cuatro Grandes firmas de auditoría mundiales
están controladas básicamente por sus filiales de EEUU y Gran Bretaña. Sus actuales jefes son todos americanos.
A medida que crecía el número de inversores en
sociedades, aumentaba la ineficiencia que suponía enviar a sus sabuesos
por separado para mantener la administración a raya. Por otra parte, las
compañías, deseosas de reducir los costes de financiación, se dieron cuenta de
que podrían sacar mejores condiciones si conseguían que un auditor respondiera
por ellas. Estos contables, a su vez, tenían un incentivo para evaluar a sus
clientes de forma justa:ganarse la confianza de los
mercados. En la década de 1920, el 80% de las corporaciones
cotizadas en la Bolsa de Nueva York contrataron voluntariamente a una auditora.
Por desgracia, los inversores de la Edad del jazz [como la bautizara el novelista
estadounidense F. Scott Fitzgeral] no distinguían entre empresas
auditadas y las de menores escrúpulos. Entre los villanos estaba la europea
Swedish Match, cuya habilidad para hacerse con monopolios ratificados por el
Estado fue sólo superada por la agresividad de su contabilidad. Tras la muerte
de su jefe, Ivar Kreuger, en 1932, la compañía se derrumbó, lo que costó a los
inversores estadounidenses el equivalente a 4.330 millones de dólares actuales.
Poco después, el Congreso demócrata, al hacer limpieza en los mercados tras la
Gran Depresión, estableció una norma que obligaba a todas las empresas
cotizadas a presentar sus cuentas anuales auditadas. Gran Bretaña ya había introducido una
medida similar.
Sin embargo, lo que dicha auditoría debía incluir
seguía siendo una incógnita. Algunos legisladores estadounidenses dijeron que
la recién creada Comisión del Mercado de Valores (SEC, en sus siglas en inglés)
debía realizar directamente las auditorías, pero el Congreso optó por dejar la
decisión sobre el contenido en manos de los propios contables. Aquel mal paso
allanó el camino al descafeinado informe de auditoría que prevalece hasta hoy
en los mercados.
Incluso cuando las auditorías eran voluntarias, sus
profesionales raramente sufrían algún castigo por los pecados de sus
clientes. “Un auditor no está obligado a ser un detective (…)
es un perro guardián, no un sabueso”, declaró un juez británico en 1896. La
obligatoriedad multiplicó este riesgo, pues las firmas auditoras ya no
necesitaban aportar valor a los inversores para convencer a las empresas de
contratarlas. Sin reglas externas sobre lo que debían verificar, empezaron
rápidamente a recortar su responsabilidad. Si antaño “garantizaban” que las
cuentas eran correctas, pronto empezaron a dar meras “opiniones”.
La auditoría moderna no proporciona ni siquiera una
opinión sobre la precisión de las cuentas, sino que, por ejemplo, el repetitivo
informe de una página con el que en EEUU se aprueban o rechazan las cuentas
ofrece simplemente una “seguridad razonable” de que los estados financieros
“reflejan razonablemente, en todos los aspectos materiales, la situación
financiera de [la empresa], de conformidad con los principios de contabilidad
generalmente aceptados (GAAP, en sus siglas en inglés)”. Estos criterios
contables están contenidos en un mamotreto de 7.700 páginas, repleto de cortes
arbitrarios y amplias horquillas de estimación y
con lagunas tan grandes que algunos auditores argumentan que hasta Enron los
cumplía. Las Normas Internacionales de Información Financiera (IFRS, en sus
siglas en inglés), que se utilizan fuera de EEUU, se basan más en unos
principios generales. “La opinión de un auditor, en realidad, dice: ‘Esta
información financiera está más o menos bien, en general, por lo que parece, la
mayor parte del tiempo”, dice Jim Peterson, ex abogado de Arthur Andersen, la
desaparecida firma que auditó a Enron. “Nadie ha prestado ninguna atención o
añadido valor real durante 30 años”, añade.
Aunque los auditores sólo pueden llegar a comprobar
una mínima fracción de los millones de transacciones de sus clientes, para
cumplir con las normas cuentan inventarios físicamente, casan las facturas con
los envíos y los recibos bancarios y consultan con expertos la verosimilitud de
los cálculos de la dirección. Los archivos de la mayoría de empresas sufren,
cuanto menos, retoques durante el proceso. Y aunque las empresas no cotizadas no tienen que someterse a auditorías, la
mayoría de las medianas contrata una porque los bancos no suelen conceder
préstamos a empresas que no han certificado sus cuentas.
Aun así, los incentivos mal diseñados en el sector de
la auditoría no garantizan, sino más bien lo contrario, que los auditores
actúen con independencia de las necesidades de los inversores. Los
beneficiarios del servicio —los accionistas actuales y potenciales — pagan indirectamente
para eso (o no pagarían), mientras que los clientes sólo les contratan porque
les obligan. Como consecuencia, las empresas tienden a seleccionar auditores
que declaren limpias las cuentas de la forma más barata y rápida posible. Por
la misma razón, cuando descubren irregularidades, les conviene más pedir a los
gestores que hagan ajustes menores que levantar la liebre con un informe
negativo que podría meter a su firma en costosos pleitos.
Esta industria menciona cuatro factores principales
que pueden contrarrestar los conflictos de intereses; entre
ellos, separar el comité de auditoría de la dirección. Desde la reforma del
gobierno corporativo de la Ley Sarbanes-Oxley de 2002, los auditores
estadounidenses no son elegidos por los consejeros delegados o los directores
financieros, sino por un subcomité del consejo de administración. En teoría,
esto garantiza que sean seleccionados y compensados teniendo en mente los
intereses de los accionistas. En la práctica, los comités de auditoría son
cooptados fácilmente por la dirección. Un estudio académico ha descubierto que
las empresas con un alto ejecutivo en su plantel que haya trabajado para una
de Las Cuatro Grandes son más proclives a contratar a
dicha firma que a una rival. El presidente del comité de auditoría de Tesco
había trabajado en PwC.
Problema de reputación
Otra potencial defensa frente al conflicto de
intereses es la reputación: una auditora con fama de chapuza perderá negocio
porque los inversores no se creerán sus informes. En realidad, puede que fuera
así hace mucho tiempo, cuando las empresas podrían elegir entre muchas
competidoras, pero hoy, sólo Las Cuatro Grandes tienen
el tamaño necesario para inspeccionar a las gigantes multinacionales:
juntas auditan a las compañías que representan el 98% del mercado
de valores estadounidense. Y puesto que todas han aprobado
cuentas que luego se han descubierto falsas, ninguna tiene un prestigio muy por
encima de las otras. La amenaza legal podría ser una protección más poderosa.
Desde que el Tribunal Supremo [Corte Suprema] de EEUU declaró responsables, en
1969, a unos auditores por no detectar un fraude, estos temen acciones
judiciales por parte de los accionistas. Su miedo se confirmó cuando Arthur
Andersen, entonces una de Las Cuatro Grandes, fue
tumbada por demandas relacionadas con el escándalo de Enron. Pero hizo falta el
mayor fracaso contable de la historia para superar la protección legal de la
que gozan las auditoras. Salvo por los desastres del tamaño del de Enron, Las Cuatro Grandes han respondido con éxito a las
demandas o han llegado a acuerdos económicos asequibles. En Estados Unidos, los
demandantes tienen que demostrar imprudencia intencionada por
parte de los auditores para llegar a juicio. Y en 2005, el mismo Tribunal
decretó que, para poder reclamar daños y perjuicios, los accionistas deben
probar que hay una relación de causa directa entre la actividad del demandado y
la bajada de las acciones. A pesar de la incalificable actuación de las firmas
auditoras antes de la crisis financiera, las acciones judiciales emprendidas
contra ellas han sido escasas: el pasado abril, un comité de arbitraje
dictaminó que EY no era culpable en la causa de la quiebra de Lehman Brothers.
Esto nos deja sólo una fuerza verdaderamente efectiva:
la regulación. En 1933, durante una comparecencia sobre una ley que ayudó a
establecer la obligatoriedad de las auditorías, un representante del sector
declaró ante el Congreso [estadounidense] que los auditores actuaban con total
independencia con respecto a los empleados responsables de la contabilidad de
sus clientes.“¿Ustedes auditan a los responsables del control de gestión?−preguntó
un senador escéptico−, ¿y quién les audita a ustedes?”. “Nuestra conciencia”,
respondió el portavoz.
Si quedaba alguna duda sobre si había salvaguardias
suficientes, el escándalo de Enron las había despejado. En respuesta, la Ley
Sarbanes-Oxley limitó las tareas de consultoría que podían realizar las
auditoras estadounidenses para sus clientes y creó el Consejo de Supervisión
Contable de Empresas Cotizadas (PCAOB, en sus siglas en inglés), una
corporación sin ánimo de lucro diseñada para ser el Gran Hermano de Las Cuatro Grandes. “Vemos a los auditores como
profesionales sometidos a presiones para comprometer su independencia”, afirma
su presidente, James Doty. En 2004, Gran Bretaña fundó un perro guardián
similar, que forma parte del Consejo de Informes Financieros (FRC, en sus
siglas inglesas).
Estos órganos auditan a los auditores con entusiasmo.
Revisan las secciones más delicadas de las auditorías complicadas, preparan informes sobre cada firma contable e
imponen multas multimillonarias cuando lo que ven no lo les gusta. El mes
pasado el PCAOB anunció que, de las 219 auditorías de cuentas de 2013 que había
examinado, 85 tenían carencias y no deberían haber sido aprobadas. Desde la
creación de este consejo de vigilancia, los ajustes por subsanación de errores
en las cuentas han disminuido significativamente. El PCAOB tiene razones para
estar orgulloso de la mejora lograda bajo su vigilancia en la calidad de las
auditorías. Aun así, los propios reguladores reconocen que, aunque las
inspeccione del Gobierno pueden ayudar a reducir el incumplimiento de las
normas, no convertirán a los auditores en los fieles aliados contra los
directivos gamberros que los accionistas necesitan. Eso sólo se consigue con
reformas estructurales.
La medida más fácil sería requerir un informe de
auditoría más completo. Gran Bretaña ya ha reemplazado la aprobación o rechazo
de una sola página por un resumen más detallado de las actividades de los
auditores y las áreas que merecen más atención. Una mayor competencia sería otra opción. Paradójicamente,
la manera de incrementar la competencia sería que un grupo de pequeñas
auditoras se consolidaran y formaran un nuevo actor internacional. El problema
es que incluso KPMG, la más pequeña de las cuatro, tiene más volumen que las
cuatro siguientes juntas.
Todas las propuestas para modificar el modo de
elección de auditora y su remuneración implican ventajas y desventajas, sin
excepción. Lo más sencillo sería blindar el comité de auditoría aún
más contra la influencia de los ejecutivos, impidiendo que sea nombrado por el
consejo de administración y obligando a elegirlo en una votación separada. Es
discutible si los accionistas más distantes sabrían lo suficiente como para
hacerlo, pero habría menos riesgo de que, mientras juegan al golf, el director
financiero susurre el nombre de una firma auditora a uno de los miembros del
comité…
Algunos críticos recomiendan quitarles a las empresas
la facultad de escoger a sus auditores. Hay un modelo que propone trasladar
dicha responsabilidad a las Bolsas, pero los parqués pueden estar más
interesados en aplicar normas de auditoría laxas para animar a las empresas a
cotizar que en cortejar a los inversores mostrándose como plataformas limpias,
libres de fraude. Para evitar ese peligro, muchos expertos sugieren que debería ser el Gobierno el que designe auditor —o
incluso que la actividad debe ser nacionalizada. “¿Qué da más pavor a la gente:
una inspección de Hacienda o una visita del amable auditor del barrio al que ha
contratado?”, pregunta Prem Sikka, de la Universidad de Essex. “Las empresas
deben ser auditadas directamente por un brazo del regulador”. Los defensores de
administraciones reducidas detestan ambos enfoques.
La solución más brillante viene de Joshua Ronen,
catedrático de la Universidad de Nueva York, que propone una especie de seguro de estados financieros, mediante el cual
las empresas cubrirían a los accionistas contra las pérdidas por errores
contables. Las aseguradoras, luego, contratarían auditores para evaluar las
probabilidades de una formulación de cuentas sesgada. La idea alinea los
incentivos de los accionistas con los de los auditores, pues una compañía
aseguradora, probablemente, ofrecería generosos bonus a quien descubriera algún
fraude. Por desgracia, ninguna ha sacado un producto de este tipo al mercado de
forma voluntaria. Seguramente hace falta una nueva normativa para que se animen
a hacerlo.
Finalmente, la respuesta según los defensores a
ultranza del libre mercado es derogar la obligación legal de
pasar auditorías. Los auditores disfrutan hoy de un mercado
cautivo y maximizan los beneficios haciendo el trabajo lo más barato posible.
Si los clientes se vieran liberados de esta exigencia, esos ingresos seguros
desaparecerían. Para no cerrar, Las Cuatro Grandes tendrían
que inventar un nuevo tipo de auditoría que los inversores considerasen
verdaderamente útil. Probablemente, este enfoque daría lugar a unos informes
detallados, diseñados con los intereses de los inversores en mente, pero
también haría posible que los vendedores endosaran títulos de empresas sin
auditar a los inversores más incautos. Otra cosa es si el Gobierno debe
proteger a la gente de tomar malas decisiones, una cuestión con implicaciones
que van mucho más allá de la contabilidad.
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